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Desnudado por dios

Por Fausto Liriano


Cuando llegué al tercer artículo necesitaba un masaje. Mi cuello estaba duro como un muro de concreto y mi espalda ¡ni se diga! Antes de que los muchachos llegaran al discipulado que tenemos en un café en el centro de la ciudad había decidido


leer esta revista con enfoque al ministerio y por media hora me embarqué en la lectura de artículos sobre pastores y sus experiencias frustrantes con el ministerio. ¡Uff! He estado ahí, se como se siente, y no se si el hecho de que sobrepases una experiencia te vuelva medio insensible a ella, pero ahora lo veo desde otro punto de vista.

Sí, se que trabajar con gente es duro. Sí, se lo que se siente que hayas invertido tanto tiempo en alguien y de repente ahora sea el hijo mayor de satanás. Sí, se lo que se siente que hayas puesto tu confianza en un grupo de gente que ahora te critica. He visto amigos morir, enfermarse, pasar días en el hospital o estar al borde del colapso "a causa del ministerio", y eso me ha hecho pensar: ¿Cuál es el problema? ¿por qué Dios querría que nuestra salud se afectara por... esto? ¿vale la pena?

No voy a dar muchas vueltas, para mi las respuestas son estas:

1- El problema: nosotros.

2- Dios no quiere que nuestra salud se afecte, pero creo que algunas de nuestras decisiones o la forma en que vemos el ministerio nos lleva a la muerte (eeeeeeeeeeeeh... Dios no tiene nada que ver con eso).

3- ¡Claro que vale la pena!

En todo esto he llegado a una conclusión: La razón por la que esto pasa es que DIOS NOS DESNUDA (sí, Dios más o menos tiene que ver con esto, pero por nuestra salud). Pasó en la Biblia, ¿por qué no nos puede pasar a nosotros? Dios nos lleva hasta lo último de nuestros recursos, manda al mismísimo Everest nuestras expectativas, y se burla de toda nuestra capacidad, de nuestros años en el ministerio, de nuestro increíble don para motivar (¿o manipular?) y hasta de nuestros macabros planes de conquistar el mundo para mi... ¡digo! su Reino. Y nos desnuda, nos deja sin ropa, para que nos demos cuenta que hay que hacer una pausa, que su Reino es de El y que de El es la gloria.

Esos momentos los llamamos: "me frustré". A Gedeón Dios le redjo el ejército, José hablaba tanto que tomó años para que aprendiera que algunas cosas esperan, tomó cuarenta años en el desierto cuidando ovejas para que Moisés se diera cuenta que era medio acelerado, y a Pedro negar tres veces al maestro darse cuenta que todos somos vulnerables, aunque queramos aparentar lo contrario.

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